"LA ODISEA DE NAPOLEÓN BONAPARTE"




(Del libro "Cuentos para no contar el principio")



La maestra pronunció su nombre con firmeza y claridad:
-¡ Bontempi, al frente!
-¡ Cagamos!- dijo para adentro -; la vieja me junó la cara de-no-haber-estudiado.
Miró para los costados como si hubiera otro Bontempi en el grado, y ante la mirada de sus compañeros, mezcla de cargada y lástima, se levantó y pasó al frente.
-Napoleón Bonaparte y su marcha hacia Rusia. Fecha, número de hombres que componían el ejército, días de travesía, etc. Hable y cuente todo-completó la maestra.
-¡Hija de puta!-volvió a pensar; falta que pregunte qué remedio tomaba para su famosa úlcera.
Ramiro tragó saliva y se imaginó en una historieta con el globito arriba de su cabeza que decía: ¡GLUP!
Y para colmo de males se había peleado con Clarita, que lo miraba de reojo con regocijo, sabiendo que lo único que lo unía con Napoleón era que sus apellidos coincidían en el comienzo: Bon-tempi, Bon-aparte.
De pronto, se fijó en la maestra. Ya en séptimo grado, el crecimiento corporal de Ramiro lo había transformado en todo un adolescente.
La vieja, no era tan vieja, pensó. Y estaba buena. Era la oportunidad de demostrarle a Clarita que le importaba un pito que lo hubiera dejado. Y si le salía lo que había pensado, lo iban a elegir el “langa” del año, al mismo tiempo que le darían el premio “Aguante macho”, al más osado de la escuela.
Se acercó a la maestra, se sentó sobre el escritorio y le dijo:
-¿Es necesario hablar de cosas que pasaron hace tanto tiempo?. Si al final, al francés petiso lo cagó el frío. Sabiendo el final, ¿para qué contar detalles?.
Además, teniéndola enfrente me turbo y no puedo hablar. Hasta Napoleón hubiera cambiado la historia con usted delante; despierta un calor tan intenso que hubiese abrigado a todo su ejército. Y por otra parte, ¿vale la pena que con el mísero sueldo que cobra gaste su tiempo con esta sarta de pendejos pelotudos que la tienen a maltraer durante todo el año?
Míreme a mí; no soy un erudito ni mucho menos, pero con la pinta los reviento a todos (menos a Clarita-pensó-).
¿Sabe por qué me aguanté todas sus malas notas e insuficientes en mi cuaderno?. Porque era la única forma de que se sentara en mi banco a escribirlas. Su contacto me excitaba, me transformaba, me elevaba. Y hoy, por fin, me animo a decírselo delante de todos estos burros que sabrán de matemáticas, geografía, historia, etc., pero de sentimientos hacia usted, minga. Yo absorbo los de todos y me decidí a decírselo así, sin tapujos. Y no se imagina cual va a ser el corolario de esto. Porque la veo anonadada, avergonzada de que alguien pueda hablarle así, sincerando toda la pasión que una mujer puede despertar en un adolescente como yo.
Y ahí nomás Ramiro saltó detrás del escritorio y, tomando a la maestra por la cintura, le estampó un prolongado beso en los labios mientras escuchaba cómo el grado entero, de pie, aplaudía rabiosamente el acto que acababa de presenciar.
Repentinamente, tuvo la sensación de que la maestra, que estaba bajo sus brazos, se transformaba en un saco de huesos que repiqueteaban golpeándose unos con otros con un sonido seco y característico. Y escuchó la voz conocida que le decía:
-¡Bontempi, deje de hacer el payaso como siempre!. Deje ese esqueleto y vuelva para acá. Ya logró lo que se proponía: sus compañeros lo aplaudieron y se están descomponiendo de la risa. Napoleón Bonaparte lo está escuchando desde el más allá. Y espero que apruebe lo que va a decir de él.
Soltó el viejo esqueleto bruscamente como si le hubiera dado una descarga eléctrica, y sintió vergüenza, mucha vergüenza. Por primera vez, no había querido hacer el payaso y, sin embargo, había sido su acto más brillante.
Alcanzó a notar que la vieja no tan vieja, lo miraba con cierta ternura y complacencia. Lo confirmó cuando, haciendo la señal de la cruz, se disponía a hablar del tema napoleónico.
Con un “Está bien Ramiro, sentate, por hoy basta”, la maestra le acarició la cabeza y le señaló el banco.
Ya sentado, miró primero a Clarita que estaba con la cabeza gacha y luego hacia los costados. Era cierto. No había otro Bontempi. Él era único.



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“ 2 de mayo de 1982”