LLUEVE EN LA LUNA


Espléndida como nunca. La luna repleta de blancura manchada de gris, llenaba de luz el rostro de ella. Sentada en el borde del banco de la vieja plaza del pueblo, siempre nueva para quien la descubría, miró hacia arriba y  guiñó el ojo remedando a la luna del libro de Julio Verne. Casi casi esperando el impacto del cohete en medio de su pupila. Nadie caminaba en la cálida noche de marzo por el sendero de piedras que bordeaba los canteros. Miró hacia atrás, hacia su casa en la calle estrecha sin salida como decía el letrero, como condenándola a caminar siempre hacia la derecha, hacia la vieja plaza. Nunca pensó en saltar el tapial que a la izquierda de su vereda la miraba solitario y gritar su libertad volando hacia quien sabe dónde, porque seguramente atrás del tapial no había nada, y la plaza parecía gemir llamándola cuando enfilaba para el otro lado. Se necesitaban ambas. Las noches de luna llena eran como un cemento que las unía. Pero esa noche era distinto. Nada era igual. Todos estaban en sus casas, practicando una rutina distinta, temblando o esperando con miedo. Solo ella se animó a salir. Porque desde hace unos días, así, de golpe las cosas habían cambiado: las necesidades, los proyectos, el trabajo, la diversión. Pensó hasta quizás el amor, porque la distancia obligada e impensada licúa las ganas, a pesar de las promesas y la shakesperiana eternidad amorosa. De golpe Oesterheld se asomó a sus recuerdos y la nieve mortal que asoló sus noches de adolescente la transformó en el Eternauta sentado en la plaza de su pueblo, con su traje y escafandra estrafalarios pero inmunes al toque mortífero. Las casas seguían con las luces encendidas, casi sin demostrar a través de las ventanas la vida que albergaban. Alguna cabecita pequeña intentaba asomarse extrañada de no poder salir a jugar, ni patinar ni saltar los cercos de las flores que se cerraban de noche vaya a saber por qué sortilegio de la naturaleza. Volvió a mirar la luna que lentamente se desplazaba dibujando sobre las piedras distintas sombras que la divertían siempre. ¿Por qué tanto polvo en su superficie? se preguntó mil veces, pensando que si no hubiese sido así, Armstrong no hubiese podido firmar su hazaña con el pie. Si hubiera llovido en ese momento, se hubiese borrado la huella.  Claro, en la luna no llueve nunca se lamentó. ¡Qué lástima! repitió en voz alta ¿Y si ese polvo fuera un nefasto augurio cósmico de lo que pasaba a 300000 kilómetros de ella en este momento? ¿Y si esa viva partícula diminuta que se desparramaba enfermando miles de personas en el planeta fuera un aviso de la importancia de la falta de lluvia en la luna? ¡Qué idea loca! ¡Qué tendrá que ver la luna llena, Verne, el polvo lunar, el Eternauta y la lluvia selenita! De pronto se encontró caminando hacia su casa antes que alguien la reprendiera por no respetar la cuarentena. Al llegar a la puerta, miró el tapial. Ese que nunca había saltado porque atrás seguramente no había nada y ella no sabía volar, claro. Sin embargo se fue acercando despacio, caminando pausadamente. Hasta le pareció ser Armstrong caminando a los saltos lentos sobre el polvo con sed. No era muy alto, se dijo. Y como si las ganas de volar se juntaran con el deseo de lluvia, se encontró trepando el viejo muro que la vio crecer sin poder abrazarla. Transcurrió una eternidad hasta llegar al borde. Por lo menos, así lo sintió. Lentamente se fue acomodando hasta pararse sobre él haciendo equilibrio. Primero miró hacia atrás. Le pareció oír un lejano gemido al otro extremo de la calle, desde la plaza. Luego giró su cabeza hacia adelante, de a poco, como queriendo retrasar la sorpresa de poder observar la nada. Extendió los brazos, cerró los ojos y sintió el fresco en la cara. Luego los abrió para mirar la luna que se había corrido como acompañando su viaje. Primero con el ojo supuestamente averiado por el cohete de Verne y luego con el sano. Una gota salpicó su cara, y otra y otra. Finalmente, una nube se incrustó en la luna, y su rostro mojado se llenó de luz nuevamente. Miró hacia su casa. Una ventana abierta mostró a su madre llamándola preocupada. Y ella gritó despertando al pueblo: ¡No se preocupen Mamá…está lloviendo en la luna!
                                                                            
Daniel Leto-Copyrigth 18 de marzo de 2020

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