AMALIA Y JUAN (*)

“…No es para mí sino el polvo, la lluvia cruel de la estación, no me reservo nada sino todo el espacio y allí trabajar,                                       trabajar, manifestar la primavera…” (A mis obligaciones, Pablo Neruda)


  


Juan ajustó la lámpara acoplada a su casco. Un círculo difuminado de luz amarillenta iluminó la pared eterna que tenía frente a sí. Mientras la ciclópea oscuridad que lo rodeaba chorreaba humedad entre sus dedos. Empuñó la tajadera y pegó fuerte con su martillo sobre la veta serpenteante del metal en bruto.
 Amalia aceleró el ritmo de su máquina de coser y el lienzo resbaló sobre el piso. Los minutos eran horas para ella, o quizás segundos. Deslizó su vista sobre el desierto de cabezas inclinadas, manos febriles y rítmicos pies, marcando un staccato claro, en un raro concierto de uniformes y cofias monocromáticos.
 Juan se acomodó como pudo. En ese lugar estrecho no podía montar la perforadora de percusión. Se detuvo y suspiró pensando en sus ancestros mineros. Tosió. El polvillo imperceptible penetró para siempre en sus pulmones sin que se diera cuenta. La luz azulada de la bombilla sobre la pared parpadeó somnolienta, como avisándole el fin de su turno.
  Amalia fijó su vista nuevamente en el lienzo deslizante. Se detuvo y suspiró pensando en su madre frente a la Singer, pedaleando la máquina y la vida.  Tosió. El sonido de la sirena que marcaba el descanso retumbó en sus oídos sin que lo sintiera.
 Amalia y Juan salieron, separados por 15 kilómetros… Se juntaron en el cruce de rutas, y tomados de la mano, en silencio, caminaron. Se miraron, sucios de hilos y polvo. Un beso selló la jornada que los volvió a reunir. Como todos los días.
(*) Primer premio en VII Certamen Literario para  los profesionales del Arte de Curar 2019
                             
                                                                                          

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