LA SEDUCCIÓN
Del Libro "Cuentos para no contar el principio"
Comencé por los dedos de sus pies. Me los imaginaba casi perfectos. Casi, porque hubiera preferido verlos sin ser mancillados por su función de apoyo; y sí en cambio, devaneando en forma etérea; gráciles y puros.
Los acaricié sutilmente en forma imaginaria hasta el momento en que me detuve en sus piernas. Elevé la vista lentamente, para no perderme detalle alguno. Y mi ansiedad contenida, se transformó en serena contemplación de líneas perfectas, conformando una anatomía precisa, cual obra de Miguel Angel.
Cerré mis ojos inútilmente. Ella seguía estando frente a mí; seduciéndome con su fresca piel, su luminosa armonía, su clara actitud desafiante en ese juego de dos: cuerpo y mirada.
Y uniéndose al lúdico momento, el pincel derramando policromía sobre un paño que no oponía resistencia ante la inminencia de lo irreversible; donde la pureza de su virginal textura blanca se rendía, minuto a minuto, ante la fotográfica imagen que lo impregnaba irremediablemente.
No obvié detalle alguno. Me encargué de plasmar hasta el pequeño lunar que parecía engarzado en su pecho izquierdo.
Y poco a poco, la seducción se transformó en deslumbramiento. Y el pincel voló deslizándose sobre la tela.
Pintó sin que lo guiara. Matizó la sombra de su pubis; envolvió su cintura acariciándola; iluminó sus pupilas y dibujó sus cabellos desenredando rizos sobre sus hombros.
Yo observaba como mi mano lo acompañaba, asiéndolo firmemente para serenar su entusiasmo. Cuando el movimiento cesó, sólo atiné a desplomarme sobre el sillón. Ella, más segura que nunca de su infalible seducción, y alterando su prolongada quietud, dejó caer al piso el blanco lienzo que, a manera de velo, la cubría totalmente.
En ese instante comprobé que su cuerpo, como fósil huella que marca la imagen perenne a través de los tiempos, era como lo había imaginado al comenzar mi acuarela.
Se acercó suave y lentamente.
Miró mi obra, su obra, y se deslizó a mi lado...
Los acaricié sutilmente en forma imaginaria hasta el momento en que me detuve en sus piernas. Elevé la vista lentamente, para no perderme detalle alguno. Y mi ansiedad contenida, se transformó en serena contemplación de líneas perfectas, conformando una anatomía precisa, cual obra de Miguel Angel.
Cerré mis ojos inútilmente. Ella seguía estando frente a mí; seduciéndome con su fresca piel, su luminosa armonía, su clara actitud desafiante en ese juego de dos: cuerpo y mirada.
Y uniéndose al lúdico momento, el pincel derramando policromía sobre un paño que no oponía resistencia ante la inminencia de lo irreversible; donde la pureza de su virginal textura blanca se rendía, minuto a minuto, ante la fotográfica imagen que lo impregnaba irremediablemente.
No obvié detalle alguno. Me encargué de plasmar hasta el pequeño lunar que parecía engarzado en su pecho izquierdo.
Y poco a poco, la seducción se transformó en deslumbramiento. Y el pincel voló deslizándose sobre la tela.
Pintó sin que lo guiara. Matizó la sombra de su pubis; envolvió su cintura acariciándola; iluminó sus pupilas y dibujó sus cabellos desenredando rizos sobre sus hombros.
Yo observaba como mi mano lo acompañaba, asiéndolo firmemente para serenar su entusiasmo. Cuando el movimiento cesó, sólo atiné a desplomarme sobre el sillón. Ella, más segura que nunca de su infalible seducción, y alterando su prolongada quietud, dejó caer al piso el blanco lienzo que, a manera de velo, la cubría totalmente.
En ese instante comprobé que su cuerpo, como fósil huella que marca la imagen perenne a través de los tiempos, era como lo había imaginado al comenzar mi acuarela.
Se acercó suave y lentamente.
Miró mi obra, su obra, y se deslizó a mi lado...
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