SECCIÓN CUENTOS DE LA NUEVA ÉPOCA





EL DESEO

Nunca había sentido tanto hambre. El día de trabajo agotador. La caminata hasta su casa por la huelga de colectivos. El ascensor descompuesto. Se tumbó sobre el sofá al mismo tiempo que trataba de embocar las llaves sobre el jarrón vacío junto a la puerta. Estaba sin fuerzas y al mismo tiempo tenía una sensación en su estómago más cercana al dolor que al hambre. Se levantó con dificultad y fue hacia la heladera. Cuando abrió la puerta, la molestia en su epigastrio se pareció más a un reclamo lacerante que a la necesidad fisiológica. Estaba absolutamente vacía. O casi. Sobre el segundo estante, reflejando la tenue luz interior que le daba un aspecto lúgubre, había una margarita. Parecía una naturaleza muerta tridimensional. Se preguntó cómo habría llegado ahí. Pero su estado no le permitía avanzar más allá en las especulaciones. Estaba por cerrar la puerta cuando la dolencia pareció apuñalarle el abdomen. Detuvo todo movimiento muscular. Eso lo alivió algo. Lentamente, comenzó a abrirla de nuevo. Ella seguía ahí, impávida, quieta, con sus pétalos blancos inútilmente frescos, transpirados de un rocío cristalino, escaleras sin peldaños abrazando un sol frío, estambres congelados, vida en suspenso. Como agonizando en una tumba inesperada, cubículo de hielo que mata y preserva, añorando el calor que vulnera y alimenta.
El dolor lo dobló y resbaló cayendo ridículamente. Alcanzó a tomarse del estante que rasgó la piel de su mano para luego sucumbir ante el peso, haciendo deslizar la margarita hasta sus pies. Se sentó en el piso mojado y la levantó. Ya no parecía una flor. Vio teclas circulares de un piano invisible que oía sonar. Molinillos sin movimiento por temor a que el viento quebrara sus débiles aspas.
La sangre se deslizó hacia la palma crispada que aprisionaba el tallo. El dolor lo seguía devastando. Sintió enormes deseos de acariciarla. Sus dedos teñidos enmudecieron la blancura, los pétalos fueron agrietándose por hilos rojos. Y la corola cedió. Y lo vegetal gimió por lo animal.
El hambre-dolor volvió a quebrarlo. Y entonces lo hizo. La desvistió de a poco. Arrancó los pétalos uno a uno. Sin lastimar ni lastimarse. Y mientras los llevaba hacia su boca, en tanto saciaba el dolor y el hambre ya no dolía, la simbiosis creció hasta el infinito.
Lo sorprendió la oscuridad y el silencio. Se sentía extraño, pero no le molestó. Sabía que a partir de ese momento, sólo debía esperar en la heladera hasta que alguien la abriera, cansado y hambriento, para poder seducirlo.

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