DOS SOMOS MÁS




Del libro "Cuentos para no contar el principio"














* Mención Especial en el Primer Certamen Literario del Litoral para Profesionales del Arte de Curar año 2000.
Me senté frente al paciente y me dispuse a escuchar. Era casi rutinario. Digo casi, porque de vez en cuando aparecía alguien cuya catarsis no se asociaba a lo cotidiano. Pero, como dije, muy aisladamente.
Suspiré, miré el reloj y traté de prestar atención.
Quien tenía enfrente, era una persona del sexo masculino, de unos cincuenta y dos años, quien dijo llamarse Pedro.

─ Mire doctor ─ comenzó ─, lo vengo a consultar porque voy a cometer un acto de locura, casi demencial.
─ ¡Ahá! ─ dije tratando de darle trascendencia a la frase.
─ Yo soy mozo. Mozo de restaurante. Veinte años hace que trabajo en eso. ¿Sabe usted cómo trabaja un mozo de restaurante?.
─ Como cliente esporádico ─ contesté.
─ Lógico, o sea, ¡no sabe un carajo! ─ me contestó en un tono más subido.

Me acomodé en el sillón pensando que la entrevista no sería una rutinaria y asentí diciendo con serenidad fingida:
─ Probablemente eso sea correcto.
─ ¡Correcto las pelotas! Si Ud. alguna vez se sentó a comer en un restaurante, habrá visto la locura que significa servir las mesas.
─ ¿Es su trabajo, no? ─ agregué impasible.
─ ¡Trabajo de mierda! Tomás un pedido que te cambian quinientas veces en dos minutos y cuando te estas por ir te llaman porque se olvidaron algo, o te lo vuelven a cambiar por quinientas una vez. Cuando traés la comida, que está fría, o quemada, la carne dura o grasosa, la salsa es poca, falta pan, te olvidaste que te lo pedí a punto, cortale el bife al nene y otras cosas que hacen que la sangre te hierva en las venas.
─ Objetivamente, es un trabajo ingrato ─ dije con la mirada en la birome que como un tic, golpeaba sobre la hoja de apuntes.
─ Ingrato es poco, che. Insalubre, diría. Me parece que usted o va poco a comer afuera o es un boludo atómico si no se da cuenta de lo que le estoy contando.

Traté de dar crédito a lo que escuchaba porque la situación no era habitual. Que me vinieran a contar los problemas era lógico. Pero que me agredieran verbalmente...
O mi paciente realmente estaba mal, o era una cámara sorpresa de esas de la televisión.
Miré a los costados para descubrir algún artefacto de filmación escondido, cuando me sacó de la tarea la voz de Pedro.

─ ¿Me va a dar bola o no, doctor? ¡No se distraiga, quiere!
Traté de recomponerme y respondí:
─ Prosiga Pedro. Dígame: ¿qué clase de locura quiere cometer?
─ ¿No se da cuenta? Esta noche quiero explotar. No contenerme. Si alguien me pide sopa y dice que está fría, ponérsela de sombrero. O tirarle un chorro de soda en el traje si acusa que lo manché al servirle la salsa. Pellizcar al nene que estrelló el vaso contra el piso y me hizo cortar la mano al juntar los pedazos. Gritarle avaro de mierda al que no me dejó propina. Escupirle el asado al que me lo hizo llevar tres veces a la parrilla (porque: “esta frío”, “crudo” o “no era lo que le pedí”).

El tono de su voz era cada vez más alto y agresivo. Y al tiempo que hablaba, gesticulaba con todo su cuerpo, representando lo que decía. Así fue como puso el cenicero lleno de puchos boca abajo sobre mi nota de apuntes, tiró agua sobre mi saco, me pellizcó la mano y tiró al piso haciendo estallar el vaso de cristal con agua que dejo a mis pacientes para que no se les seque la boca. Terminó escupiendo sobre la foto de mis hijos cuando aludía al asado.
Me erguí en el sillón y apoyando mi mano sobre la suya, traté de serenarlo:
─ Pedro, Pedro, cálmese. Comprendo su compulsión y hasta lo apoyo en su idea. Pero tendríamos que analizar cuáles serían las consecuencias de ello. Una pelea con el cliente, una reacción desmedida de algún otro y finalmente la pérdida de su trabajo.
─ ¡Pero qué mierda me importa si pierdo el trabajo! Por la miseria que cobro. Y por otro lado yo a usted le pago para que me escuche y no para que me dé consejos. Para eso me encuentro con un amigo y listo.

A todo esto mi cara se esforzaba para no transmitir algún gesto que denotara incomodidad, enojo o displacer. Los gajes del oficio, que le dicen. Parecía que ello lo irritaba más. Se paraba y caminaba por el consultorio haciendo ademanes, cosa que provocó la caída del velador de pie, un jarrón de porcelana y cuatro libros de siquiatría que sacó, ojeándolos sin mirar, para tirarlos luego al piso y pisarlos, increpándome:
─ Esto es pura teoría. Finalmente le cuento todo esto y usted se queda como un estúpido mirándome sin pestañear, como si fuera una estatua. ¿Para qué leyó esta basura si no le sirve para ayudarme?

No aguanté más. Me levanté como un resorte. Lo agarré de la solapa, lo di vuelta, lo arrastré hacia la puerta, la abrí y de un patadón en el culo, lo eché de mi consultorio, gritándole:
─ ¡Rajá de aquí, loco! ¡Como si tuviera pocos problemas, te tengo que aguantar a vos, diciendo boludeces y rompiéndome todo el consultorio, aparte de las pelotas!

Cerré la puerta y me apoyé de espaldas sobre ella. Cerré los ojos unos segundos, agitado, con mi corazón palpitando a doscientas pulsaciones por minuto, cuando sentí que golpeaban la puerta. Me recompuse y abrí.
Ahí estaba Pedro, sereno.
Me miró, puso una mano sobre mi hombro y dijo:
─ Siempre me pregunté si los seres humanos podíamos cometer alguna vez un acto de locura. Yo, como mozo, siempre lo pensé. Y también me pregunté si con alguna otra profesión pasaría lo mismo. Le agradezco mucho. Vine pensando que usted era como todos los siquiatras. Pero me equivoqué. Es excelente. Discúlpeme por los destrozos. Páseme la cuenta. Su secretaria tiene mi dirección y teléfono.

Y se fue.
Caminé con la cabeza gacha hasta el sillón y me desplomé. Tomé mi cabeza entre las manos y comencé a reír, casi ahogándome. Finalmente me sentí bien. Me dormí, cansado, imaginándome a Pedro con un plato de sopa en la mano, dispuesto a ponerlo de sombrero sobre un cliente, disfrutándolo a pleno y pensando en voz alta diciendo:
─ Gracias, doctor.
─ Gracias, Pedro, respondí en soledad.

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