EL CIRUJA







Del libro "Cuentos para no contar el principio"

Puso la rama de pino en el tarro de duraznos. La acomodó para que quedara firme en la arena. Después, sacó la bolsita que llevaba colgada del cinturón. La abrió con cuidado y comenzó a sacar los adornos. Los desparramó sobre el piso rústico de la casilla. Miró su arbolito de Navidad con cara de estudiar la situación, se dio cuenta de que era tarde y, presuroso, comenzó a colgarlos uno a uno.
No podía olvidarse de nadie. Así que cuando su manito depositaba los perifollos en cada rama, repasaba mentalmente:
Un paquete de cigarrillos box lleno de puchos para su papá. Una botellita de perfume que le había dado la Susi hace un tiempo, para su mamá. Para su hermano Pedro, la vieja y difícil figurita del negro Palma que tanto le había costado conseguir cambiándola por dos aceritos ganados en el torneo de bolitas. La del Tata Martino la encontró más fácil y se la colgó para Raulito, su leproso hermano menor. Para Raquelita, su hermana mayor, el autógrafo de Luismi escrito sobre una bombacha, que vaya a saber de dónde la sacó el Fernando. A la María le reservó esa hermosa agenda que encontró frente a la librería y que, como tenía la tapa de cuero manchada, habían tirado. A ella le gustaba escribir su diario, y adentro tenía tantas hojas que iba a poder contar toda su vida. A la abuela Lita la dejó para el final; como era muy pesado, al pie del árbol le dejó un turrón de esos blanditos, porque otra cosa no podía comer con los pocos dientes que le quedaban. Lo había comprado con el peso que se ganó cuidándole el perro a Don Carlos.
Cuando llegó su turno, sacó los últimos objetos de la bolsita, los colgó, cerró los ojos y pensó sin hablar: Un broche de la ropa para prenderse de la esperanza. Una cajita de fósforos para encender la luz de la ilusión. Una palita para juntar los deseos de toda su familia. Y su tesoro más preciado: una pequeña brújula con llavero para que lo orientara siempre hacia adelante. Ese era su norte. No iba a aflojar nunca. Estaba seguro de eso. La pobreza no era un obstáculo, sino su fortaleza.
Cuando terminó, se levantó del piso, miró orgulloso su obra y abrió la puerta de calle. Toda su familia, que esperaba afuera, entró ansiosa y, mientras sacaban los regalos, escuchó el villancico que desde la capillita, cantaban los chicos del coro del Padre Juan.

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